Llevamos dos semanas encerrados en casa y el ánimo se mantiene fuerte. A Maafushi no ha llegado ningún caso de coronavirus. Todos los contagios se están produciendo en Male, la capital, donde ya hay 300 confirmados y las cifras están subiendo como la espuma. Esta situación se suma a que las condiciones de higiene, como imaginaréis, no son las mismas que las de los países europeos. Medios oficiales aseguran que las infecciones podrían aumentar un 95% en las próximas semanas.
El caos y la incertidumbre del principio se ha ido transformando, con el paso de los días, en resignación y normalidad. Después de encerrarnos y confinarnos, como a todo el mundo, las imágenes de playas, bancos y zonas comunes precintadas ya son estampas comunes de una isla en cuarentena. Después de catorce días sin que nadie de nuestra isla presentara síntomas, el ambiente se ha vuelto mucho más relajado. Podemos caminar por la isla, hacer deporte e, incluso, estar en grupo charlando con amigos –con cierta distancia de seguridad– mientras vemos el atardecer. El control policial no es muy restrictivo y más de un agente me ha asegurado que están siendo permisivos porque, de las 1.200 islas del archipiélago, la nuestra no está en la lista de contagiadas.
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He de reconocer que esta flexibilidad en las normas ha permitido realizar reuniones de amigos en los alojamientos en los que muchos de nosotros seguimos viviendo. Una noche invité a dos amigas italianas. Todo transcurría con tranquilidad, hasta que recibí varios mensajes de amigos locales: “Dos presos se han escapado de la cárcel y la policía los está buscando por la isla”. Me advirtieron de que, por seguridad, era prioritario que cerrara las puertas, nos metiéramos en la habitación y no saliéramos bajo ningún concepto. Pasamos bastante miedo, no lo voy a negar. La isla es minúscula –apenas un kilómetro de largo-, por lo que no era muy difícil encontrarnos con los presos. Me imaginaba que saltarían la verja y, en un abrir y cerrar de ojos, estarían en nuestro jardín.
En Maafushi se encuentra la prisión más grande de todas las Islas Maldivas, ocupa casi el 40% del territorio y concentra a 1.200 presos. Su fama, además de por su tamaño, es por sus ocupantes. En muchas de sus celdas se encuentran varios ex políticos que han cometido delitos de corrupción, como el ex presidente Mohamed Nasheed. Aunque la mayoría de los presos están ahí por delitos leves, como robo, tráfico de drogas o pecar contra Dios.
La tensión y el miedo duraron hasta la mañana siguiente, cuando nos confirmaron que ya les habían encontrado y encarcelado.
Robos y saqueos
Este hecho aislado no deja de ser una anécdota, pero el miedo de aquella noche se sumaba a las numerosas informaciones que confirman un repunte de la delincuencia en la isla. Desde el confinamiento y la paralización de las actividades turísticas, muchos trabajadores procedentes, principalmente, de India y Sri Lanka, se han quedado sin cobrar sus sueldos, lo que ha motivado el robo a los turistas que nos hemos quedado encerrados tras el estallido de la pandemia. Otra noche saquearon un pequeño supermercado de Maafushi.
Todo ello, por tanto, nos ha obligado a extremar la seguridad y mucha gente ha empezado a cerrar sus ventanas, algo que, aunque parezca baladí, es bastante significativo. Nunca había pasado aquí. Los locales, preocupados por esta situación, nos alertan de que llevemos cuidado con ir por la calle con aparatos electrónicos, como un ordenador portátil. Además, me advierten de que procure no ir sola por la noche.
Desde el 1 de mayo ya podemos salir de casa con normalidad. La luz del sol profiere cierta tranquilidad en una isla que, a ratos, sigue siendo un paraíso y, a veces, un trozo de tierra insegura. Aún así, todos estamos bien y seguimos sintiéndonos afortunados por poder seguir contemplando maravillosos atardeceres frente al mar. Pero, aún con todo, escribo estas líneas mientras pienso en los días que llevamos de cuarentena o en que ya queda menos para regresar a España. Siempre depende de cómo se mire.