Diario de una cuarentena en Maldivas (I): “Encerrada en el paraíso”

Este es el primero de los relatos que la escritora y fotógrafa Ana Hernández escribirá en exclusiva para Mine, contando su confinamiento desde una pequeña isla de Maldivas de la que no puede salir por culpa del coronavirus.

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Esta es la historia de cómo ha cambiado mi vida al quedarme encerrada en Maldivas por culpa del coronavirus. Estoy pasando la cuarentena en una isla de un kilómetro de largo a la que han dejado de llegar barcos con agua y comida.

Llevo tres semanas atrapada en esta isla. Los recuerdos de los delfines nadando a solas conmigo en la bahía se han metido en esta mochila que, desde hace días, está cargada de miedos y nostalgia. No sé cuándo voy a conseguir salir de aquí. Volver a mi casa. Abrazar a mis padres. Vine a Maldivas el 27 de enero con la intención de quedarme un par de meses para escribir mi nueva novela y me instalé en Maafushi, una isla local, a solo cuarenta y cinco minutos de Male, la capital.

Durante mi estancia aquí forjé una amistad con los responsables de la agencia de viajes y excursiones de snorkel, Shadow Palm, que me ofrecieron venir una temporada a colaborar con ellos como fotógrafa acuática. Básicamente, mi misión consistía en conseguir buenas instantáneas de los turistas mientras nadaban con tortugas, delfines y tiburones. Era el trabajo de mis sueños y la oportunidad me pareció maravillosa, pero nunca imaginé que todo cambiaría y me quedaría atrapada.

Un día comenzaron a llegar noticias a la bahía. Primero China, después, Italia. Los turistas nos contaban noticias, pero todavía no habíamos notado ningún cambio radical en nuestra isla. Sinceramente, no nos lo tomábamos muy en serio. Hasta que una mañana, la primera familia italiana que había contratado nuestras excursiones nos informó de la cancelación de su vuelo y nos dijeron que tenían familiares enfermos. Les ayudamos y les buscamos otra casa. Pero, al día siguiente, otro vuelo cancelado. Otro turista enfadado. La gente comenzó a entrar en pánico y, de repente, sin que nos diéramos cuenta, llegó a Maafushi un virus mucho más contagioso que el Covid-19: el miedo.

Los viajeros lloraban, discutían por teléfono con las aerolíneas, las embajadas, los hoteles de la isla que no les “hacían precio”. Estaban enfadados y, dos segundos más tarde, tristes. Nos gritaban y luego nos pedían perdón. Además de todo lo que leíamos en las noticias sobre nuestros países, se había corrido la voz de que pronto dejaría de llegar agua potable y comida a la isla. La gente estaba desquiciada. Compraban miles de botellas de agua y dejaban los pequeños supermercados sin reservas. Y, así, vivimos días de verdadera locura. Seguíamos haciendo excursiones, pero la actitud de las personas no era la misma. Rostros de preocupación e incertidumbre. Miedo. Un miedo que yo también padecía, aunque disimulaba sintiéndome un poquito más en casa.

Finalmente, el pasado 10 de marzo, el Gobierno maldivo nos mandó un comunicado en el que informaba de que habían descubierto los primeros dos casos de coronavirus en un resort cercano y habían puesto en cuarentena a todas las personas alojadas. Por tanto, se prohibía terminantemente el trafico de turistas en todo el archipiélago y se recomendaba a todos los extranjeros salir cuanto antes de aquí. En la agencia de viajes en la que trabajaba me pidieron, entristecidos, que me fuera. Sin embargo, aún con todo, la isla seguía medio viva. Los restaurantes abiertos, música en las calles, las tiendas de souvenirs con luces. Ruido.

Era el momento de irme. Hablé con mi familia, que ya estaban haciendo cuarentena en Madrid, y compré un vuelo con Qatar Airways. Se canceló unas horas antes. La propia aerolínea me dio otra alternativa, pero también se canceló. Cancelaron día tras día todas mis opciones. Y, mientras llamaba a la embajada y discutía con el servicio de atención al cliente de la compañía, la isla se apagó. Comenzaron a cerrar locales a una velocidad imparable y la mayoría de los turistas desaparecieron.

Actualmente, solo quedamos catorce españoles en la isla. Yo mantengo mi casa y el resto se ha apañado en hostales muy baratos o en apartamentos de amigos maldivos. Estamos viviendo una situación delicada y angustiosa, sobre todo por la incertidumbre de no saber cuándo podremos volver. Nos llegan informaciones de que reactivarán el trafico aéreo en septiembre e, incluso, octubre. Hasta entonces, el Gobierno ha restringido el traslado de turistas entre las islas. Y, si sales, ya no puedes volver. Una situación que ha dado pie a historias surrealistas, como la de un chico valenciano que salió hacia la capital en barco privado, le cancelaron el vuelo para regresar a España y ahora está atrapado en el aeropuerto.

Cuarentena totalmente sola

Escribo desde mi restaurante favorito de Maafushi, que cuenta con una terraza inmensa en un cuarto piso. Hace unas semanas me costaba encontrar una mesa libre. Desde este lugar se pueden contemplar los mejores atardeceres de la isla. Antes de la pandemia, los turistas se apilaban en los balcones y sacaban miles de fotografías a los cielos anaranjados. El ruido de sus voces y la música ambiente lo llenaba todo. Y, ahora, estoy totalmente sola.

Únicamente, escucho el sonido de los cuervos y, a veces, interrumpe nuestro silencio la canción de la oración musulmana. Cinco veces al día, la isla se siente más desolada que nunca. Ese canto al Islam consigue ponerme los pelos de punta y me asalta una pregunta, ¿cuánto tiempo me queda aquí?

Vivir este confinamiento en una isla paradisíaca puede resultar exótico a ojos de cualquiera que pueda observar fotos en redes sociales, pero quiero desmitificar toda esa falsa realidad. Aunque sea difícil de creer, esto también es una cuarentena, quizá en colores más azules. Pero una dolorosa y muy solitaria cuarentena.

Fotos: SHADOW PALM