Este lunes saltaban todas las alarmas en el Louvre y la Gioconda volvía a acaparar todas las portadas. Y no es que se cumpliera algún centenario o algo similar, sino que había vuelto a ser atacada. Y decimos vuelto porque, en total, en sus más de 500 años de historia, la obra culmen de Leonardo Da Vinci (con permiso de La última cena y El hombre de Vitrubio) ha sido víctima de cinco ataques y un robo.
A modo reivindicativo, el arte ha sido siempre un objetivo político y una forma de acaparar la atención mediática para quienes se lanzan al ataque de esculturas y pinturas de artistas como Picasso, Rembrandt o Delacroix. El último ataque a la Mona Lisa parece que es una forma de acción ecologista para poner el foco en la crisis climática, cada vez más preocupante. La escena fue la siguiente: en la jornada del lunes un visitante en silla de ruedas y con una peluca se acercó al popular retrato y lanzó una tarta contra el cristal antibalas tras el que se halla resguardada La Gioconda. Tras su detención y mientras la seguridad del museo le sacaba de la atestada sala, el atacante gritó: “Los artistas deben pensar en la Tierra. ¡Pensad en el planeta!”. En plena era del selfie, todo quedó grabado por decenas de móviles que estaban enfocando el cuadro justo en el momento del asalto.
Por suerte la vitrina que le protege impidió daños y el personal del museo solo debió limpiar los restos de pintura del cristal. Sin embargo, la Mona Lisa no siempre ha corrido la misma suerte. Esta obra siempre ha sido motivo de disputa entre el gobierno de Italia, que exige su propiedad ya que el artista era italiano, y el gobierno de Francia, país donde Da Vinci vivió sus últimos años. Y no es la primera vez que sufre un asalto. La Gioconda recibió dos ataques en 1956. Primero, un hombre arrojó ácido al lienzo, estropeando así la parte inferior de la obra. Más tarde, Ugo Unganza Villegas, un artista boliviano, tiró una piedra contra el cristal que, al fragmentarse, dañó el codo de la ínclita Mona Lisa. Desde entonces, el cristal que se instaló es antibalas. Y ya en 2009, una mujer rusa a la que habían denegado la nacionalidad francesa decidió desatar su rabia contra la popular obra y lanzó una taza de té contra el cristal antibalas.
Y ya fuera de sus fronteras, la conocida obra volvió a recibir ataques iracundos de gente indignada. Como en 1974, que después de que el museo del Louvre cediera la obra al gobierno japonés para exponerla en el Museo Nacional de Arte en Tokio, una mujer, también en silla de ruedas, roció la pintura con espray rojo para quejarse de la falta de accesibilidad del museo. Aunque, sin duda, el peor momento en la historia de la Gioconda fue cuando la robaron en 1911. Vicenzo Peruggia, el ladrón del cuadro, la tuvo dos años escondida, hasta que le detuvieron cuando intentó venderla a la Galería de los Uffizi.
Otros ataques al arte
Pero aunque la Gioconda es un referente en el mundo del arte y una parada indispensable para los millones de visitantes que recibe cada año, no es la única obra que ha sufrido ataques como forma de proclama. También en el museo del Louvre, La libertad guiando al pueblo de Delacroix sufrió una pintada en 2013. Una joven de 28 años escribió, cuando el museo estaba a punto de cerrar, “AE911” con un rotulador negro y en una extensión de unos 30 centímetros en la parte inferior del cuadro. El escrito hacía referencia a un movimiento ciudadano que reclama una investigación independiente de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en EEUU.
También obras españolas han sufrido agresiones. El Guernica, una de las obras más icónicas de Pablo Picasso, fue atacada durante su estancia en el MoMa de Nueva York en 1974 por el graffitero Tony Shafrazi. El ahora galerista y propietario de la Galería de Arte Shafrazi en la ciudad de Nueva York escribió con un espray rojo sobre el mural: “Kill lies all” (muerte a todas las mentiras, en inglés) para protestar contra el perdón del presidente Nixon a William Calley, responsable de la muerte de más de 500 civiles durante la Guerra de Vietnam. Venus en el espejo de Diego Velázquez, por su parte, fue acuchillada siete veces en 1914. La autora de los apuñalamientos fue Mary Richardson, una activista que protestaba por el arresto de Emmeline Pankhurst, líder del movimiento sufragista.
Y las esculturas tampoco escapan a estos intentos de protesta. La estatua más famosa de Copenhague, La sirenita de Edward Eriksen, ha sido víctima de varios ataques vandálicos y pintadas protesta, motivo por el cual en 1960 se decidió alejarla del puerto y moverla varios metros para protegerla del público. Aún así fue decapitada en dos ocasiones, en 1964 y 1998. Y en 2003 fue arrancada de su base con explosivos, aunque se desconocen los motivos. Lo que sí se sabe es que cuando le pusieron un burka en 2004 fue en protesta por la adhesión de Turquía a la Unión Europea y que en 2006 se le colocó un consolador y se le tiró pintura verde para conmemorar el Día Internacional de la Mujer. Más recientemente, en 2007, se le roció con pintura roja en protesta por la caza de ballenas en las Islas Feroe, territorio autónomo de Dinamarca.
Además de cuestiones políticas, otras obras sufren ataques a modo de reivindicación artística. A finales de 2012, El cuadro Black on Maroon del expresionista norteamericano Mark Rothko fue rociado con pintura negra en la Tate Gallery de Londres. El responsable, condenado a 2 años de prisión, era miembro del movimiento yellowism cuyo lema es: “Como todo es igual, todo es arte, todo puede ser degradado”. Algunos artistas como Bansky, incluso, han llegado a destruir sus propias creaciones como hizo con su cuadro Niña con globo cuando este se subastó en 2018.
Todo estos casos vienen a ejemplificar que el arte, acto reivindicativo por sí mismo, no escapa tampoco de la reivindicación. Episodios así nos llevan a hacer una reflexión sobre nuestra relación con los iconos de nuestra cultura, y cómo un gesto de pura performance como el del activista que atacó La Gioconda representa un gesto contra esas instituciones artísticas y políticas simbolizadas por el cuadro.