No podemos decir que sea bueno pero tampoco podemos dejar de mirar. Los llamados guilty pleasures son cada vez más corrientes en nuestras rutinas de consumo y, lejos de ocultarlo, se está produciendo un efecto social y mediático opuesto: el de la reivindicación. ¿Qué factores implican que ciertas series nos resulten personalmente tan malas que son buenísimas?
Amamos el cine de Wes Anderson o de David Lynch. Pero a la mínima que podemos nos bajamos del altar exquisito y nos merendamos toda una temporada de ‘La Casa de las Flores’ (M. Caro, 2018). Leemos a Megan Maxwell en el metro, tuiteamos sobre lo bien que suena el regreso de ABBA y cederíamos nuestro trono de especialistas en series por una obra que nos haga pasar las horas sin darnos cuenta. El hambre insaciable por una obra con la que emocionarnos o evadirnos en ocasiones no tiene precio, aunque ello implique sobrepasar nuestras propias reglas autoimpuestas sobre lo que es o no debe ser una obra de arte. ¿Cuál es la anatomía de un “placer culpable” serial y por qué nos seduce con su lasciva proposición de seguir viendo el siguiente episodio cuando hemos terminado el primero?
No importa cuántas temporadas de ‘The Walking Dead’ (R. Kirkman, 2010) se hayan realizado ya, ni a cuántos años luz de distancia se encuentre de su propuesta inicial. La cuestión es que todavía cuenta con su horda de fans incontestables dispuestos a seguir devorando hasta la onceava temporada y todos los spin off que surjan a partir de ella. El compromiso del espectador es un factor muy importante que no pasa desapercibido para las productoras y distribuidoras que deciden alargar una serie por una temporada más. Si algo se identifica especialmente con los placeres culpables es nuestra debilidad por recaer en ellos, y una serie, por definición, alarga el tiempo que nos concedemos de capricho audiovisual.
Si algo se identifica especialmente con los placeres culpables es nuestra debilidad por recaer en ellos, y una serie, por definición, alarga el tiempo que nos concedemos de capricho audiovisual
Los comienzos de algunas de ellas fueron alabados tanto por el público como por la crítica pero el ridículo estiramiento de sus tramas las ha convertido en placeres culpables. Así, parece que ya no importe que algunas obras hayan dejado de tener toda su frescura y originalidad que mantenían en sus primeras entregas. Es el ejemplo de esos trenes sin frenos llamados ‘Stranger Things’ (M. y R. Duffer, 2016) o ‘La Casa de Papel’ (Á. Pina, 2017). Series sobradamente continuadas pero que saben jugar las cartas de la inercia: aunque el interés del público haya mermado, este continua su visionado esperando darle un sentido común a toda la dedicación empleada hasta el momento. Siempre queda un resquicio de esperanza de encontrar una recompensa final que justifique y dignifique la decisión, totalmente deliberada por la industria, de estirar un producto que podría haber terminado mucho antes.
Atracón de contenidos
Y si hablamos de series, necesariamente debemos hablar del “modelo Netflix”, el cual distribuye sus temporadas de una pieza, sin tiempo de esperas entre capítulo y capítulo. Es algo que indudablemente ha propiciado el llamado binge watching (atracón de visionado).
No sólo eso. Su insistencia en presentarnos su catálogo de mil formas atrayentes y personalizadas según el perfil del usuario suena a estratagema perversa para mantenernos en sus garras. Y la verdad es que funciona. Los contenidos se “visten de gala” para entrar por los ojos del usuario. El algoritmo conoce los gustos de cada usuario y personaliza su catálogo basándose en visionados anteriores. ¿Disfrutaste ‘Sense8’ (J. M. Straczynski, L. y L. Wachowski, 2015) hasta el final? Aquí van dos tazas de Miguel Ángel Silvestre. Elena Neira, profesora de la UOC (Universitat Oberta de Catalunya), analista de plataformas y contenidos audiovisuales y autora del libro ‘Streaming Wars’ (Libros Cúpula, 2020) comentaba en una entrevista: “¿Es de calidad todo lo que estrena Netflix? Probablemente no. Pero la premisa que tienen no es esa, sino que el producto conecte con sus usuarios”.
Tal es la conexión que ahora llevamos las series en el bolsillo, dispuestas a reproducirse offline en las salas de espera y en cualquier medio de transporte. Podría no estar directamente vinculado, pero la facilidad con la que accedemos en cualquier momento a este tipo servicio se compenetra con un estado de eterna multitarea, donde la atención no está embargada exclusivamente en el visionado como si nos encontrásemos en la sala oscura de un cine. Para ello se requieren tramas más fluidas, en ocasiones demasiado estiradas, a las que seamos capaces de reengancharnos aunque estemos durmiendo, en el baño o consultando nuestras redes sociales al mismo tiempo. Las películas europeas de las sobremesas de los fines de semana en la televisión abierta llevan años jugando esta baza. ¿Pero está sucediendo lo mismo en Hollywood? El videoensayista norteamericano Evan Puschak, alias The Nerdwriter, comentaba en uno de sus vídeos que las películas de m***da forman una parte intrínseca e inevitable del universo cinematográfico. La paja necesaria para formar un establo. Pero además, hay una categoría enorme de películas “pasables”—comenta Puschak—, aquellas cuya puesta en escena siempre parece caminar por la cuerda floja y nunca termina de caer. Están plagadas de clichés que reflejan mejor el comportamiento idealizado por Hollywood durante décadas de storytelling que la verdadera observación sobre las motivaciones humanas, convirtiéndonos así en espectadores conformes con lo previsible.
La necesidad de un placer culpable
Todos estos lugares comunes nos proporcionan un enorme confort. Hace años la palabra “procastinación” connotaba una pérdida de tiempo en términos de productividad y un sentimiento casi auto-castrador por pasar la tarde encadenando un capítulo de ‘Revenge’ (M. Kelley, 2011) con otro. En la actualidad parece que la tortilla se ha dado la vuelta para democratizar y volver más amable el concepto.
Cada vez más medios de comunicación y ensayos académicos proclaman la validez (nada culpable, en realidad) de cualquier tipo de placer como un mecanismo necesario de evasión. Algo que resulte placentero no debería ser culpable. Más bien, todo lo contrario: una mente descansada es inmensamente más feliz y productiva, según un artículo The New York Times. “Despojarnos de la vergüenza autoimpuesta sobre nuestros intereses puede empoderar y enriquecer nuestra vida social”, afirma el diario.
Cada vez más medios de comunicación y ensayos académicos proclaman la validez (nada culpable, en realidad) de cualquier tipo de placer como un mecanismo necesario de evasión
A toda esta salida del armario e intercambio de guilty pleasures le sigue otro fenómeno que las nuevas series buscan con todo su empeño: ser virales. Más que eso, convertirse en meme. Toda una experiencia compartida entorno a un lenguaje que las propias distribuidoras parecen manejar. Las plataformas de visionado no solo se han hecho las reinas de las columnas de opinión, sino también de Twitter. Han aprendido a hablar el mismo lenguaje que su público devorador de las nuevas temporadas de ‘Élite’ (C. Montero, D. Madrona, 2018), ‘Gossip Girl’ (J. Schwartz, S. Savage, 2007), ‘You’ (G. Berlanti, S. Gamble, 2018) o cualquier película donde aparezca Noah Centineo, sabiendo conectar con las tendencias y preocupaciones más juveniles—desde las redes sociales hasta el bullying o las nuevas concepciones del romanticismo—, ejerciendo así cierta presión social y digital por evitar el endemoniado spoiler (recordemos la caza de brujas que se llevó a cabo en tiempos de ‘Juego de tronos’) y casi obligando a los usuarios a seguir al día la serie del momento.
Entonces, ¿seguimos viendo una serie por inercia, por incitación comercial o porque verdaderamente nos gusta? Todo acaba siendo un poco lo mismo, sobre todo desde el momento en el que nuestros intereses llegan a moldearse con los de la industria. Existen múltiples alternativas e ideales por los que no caer en la influencia. Y también el mismo número de razones por las que encender la televisión, poner el último capítulo de ‘Anatomía de Grey’ (S. Rhimes, 2005) y evadirse de la realidad. Y oye, ni tan mal.