¿Existe la cocina de Km0? Sí (y hemos estado en el jardín de los mejores chefs de España)

Nos adentramos en los dominios de Raúl Díez, un pequeño proveedor vegetal de grandes restaurantes de Madrid y alrededores. De hecho, nos fuimos al huerto a darnos un banquete de flores silvestres.

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Oxalis, chincho del Perú, daikon, coliandro. Todo un mundo verde en el plato. Brotes y flores silvestres que se comen por vía ancestral pero que encuentran en la alta gastronomía un escaparate en el que lucir color, aroma y sabor. Decoración y sustrato, estética y verdad a veces invisible. Desde las lecciones de Rudolf Steiner, padre de la agricultura biodinámica, a las sinfonías vegetales emplatadas por Michel Bras. ¿Acaso nos preguntamos lo suficiente quién está detrás de cada diminuto ingrediente que compone nuestro bocado de felicidad? En un planeta globalizado e inundado de etiquetas huecas –bio, eco, gourmet, premium…–, cuando la gastronomía se vende en las páginas de moda, poner cara y nombre a los actores ocultos tierra, mar o aire es una obligación moral.

Raúl Díez, @eljardindelcocinero, en una de las parcelas de su huerto, en la provincia de Toledo.

Raúl Díez –43 años– es uno de ellos. Se hace llamar @eljardindelcocinero y es agricultor-recolector. Su trabajo incansable enriquece las recetas de algunos de los mejores restaurantes de Madrid y alrededores, como La Bien Aparecida, Nakeima o El Bohío. Debería reventar Instagram con su entusiasta visión del universo etnobotánico. Autodidacta, agitador, formador y aprendiz constante, Raúl desempeña una labor única de recuperación de la naturaleza cuando el campo languidece abandonado. Nos recibe primero en un pueblecito de la Sierra de San Vicente, todavía Toledo, donde desde hace siete años materializa a diario y sin horarios un sueño en comunión con el entorno. Entre el Cerro Cabeza de Oso y el de San Vicente, donde Viriato resistió ante los romanos, la niebla invernal nos regala una visita reveladora, casi mística. Nos embarramos y nos ponemos finos a hierbajos, pétalos y tubérculos. Masticamos la Pachamama. La tierra dando lo mejor de sí misma en una explosión multisensorial que pica, saliva y enseña.

Kilómetro cero, más allá del hastag

Malvas, remolachas, coles chinas, borrajas, pamplinas dulces. Raúl reparte su complejo en tres parcelas: los dos huertos de arriba y la finca familiar del valle, reciclada con macetas y germinados, semillas pata negra y lombrices obreras, sala de etiquetado y de registro sanitario. Funciona bajo pedido, con varios días a la semana para la recolección, más las jornadas de almacenado en tarrinas y reparto en persona. “Este no es un huerto para la vista”, se disculpa como una madre cuando recibe visitas mientras tratamos de no dar un mal paso.

Solo unos minutos y ya vemos el campo con otros ojos. Lo suyo llevó tiempo: “Me fui de mochileo a Argentina donde estuve en contacto con la permacultura y la biodinámica, hasta que aquí me metí en un intercambio de semillas y conocí a dos señores con los que me enganché al camino de baldosas amarillas”. Paco, que vendía tomates en la carretera a su madre, dejaba el huerto en el que estamos. Y más arriba está Jacinto, su Yoda agrícola de ciclos y siembras. Raúl renunció a su trabajo de psicólogo social y desde la casa de campo de sus padres empezó a tirar del hilo sin formación alguna. “El mayor aprendizaje son las collejas que me ha dado la naturaleza. El clima, la temperatura y la humedad te dicen que eres el último mono. Tienes que saber escuchar. Ante todo, humildad”.

Raúl me ofrece un ombligo de venus, uno de los brotes más solicitados en esta época que recoge en muros viejos de caminos no transitados. Le pregunto si esto se come, si está rico. “¡Claro! Es un poco acuoso, limpia la boca. Lo utiliza mucho Pepe Rodríguez, de El Bohío, para rellenar foie. Me dice que sea como una moneda de cincuenta céntimos y que tenga copa. Y me pide 200”. Vemos acerones, punta de lanza, cerrajas. “Ahora es el momento para la verdura silvestre, el campo está pletórico”. Su conversación se embala en pos de historias microscópicas en las que las plantas se comunican con los insectos, con los herbívoros y con nosotros mismos. Mientras nos presenta a una mariquita, que en silencio hace su labor devorando hongo mildiú, aparece Jacinto para pedirle semillas de cilantro.

Tras la interrupción, regresamos al mundo mesozoico y cámbrico en miniatura. Y seguimos comiendo flor. “Debería haber alguien como yo en cada lugar. Eso es el kilómetro cero”. Cuando, además, la gastronomía, la sostenibilidad y la pandemia obligan. “La media de mis amigos ha subido de los cuarenta a los sesenta y cinco años. La gente apostaba a que no duraba ni un año”. Y lleva siete, tras los que ha aprendido a decir que no a los restaurantes. “La tierra no se puede exprimir más. A nadie le gusta modificar sus platos, pero son ciclos de dos o tres meses, las estaciones”. Eso sí, esta vida suya tiene peajes: “Los amigos, la pareja… Para sacar esto adelante necesitas mucha energía”. Sus manos cuajadas de sabañones no engañan.

“El mayor aprendizaje son las collejas que me ha dado la naturaleza. El clima, la temperatura y la humedad te dicen que eres el último mono. Tienes que saber escuchar. Ante todo, humildad”

Lemongrass, kales y berzas, tupinambo. Crisantemo coronario, perfecto para el chop suey. Rábano rusticano, puro wasabi. Sauzgatillo, la pimienta de los monjes, ideal para postres. La alcachofa de Jerusalén, un tubérculo monstruoso que parece un pez bigotudo. Tras comerme un capullo de flor, Raúl suelta: “La flor es la sublimación de la planta porque se convierte en un ser latente que luego se va a transformar para comunicarse con otros seres vivos”. Chute de trascendencia a la hora del aperitivo.

“No solo son aromas y sabores, sino que hay muchísima energía que se tiene que transformar. Comerse eso es brutal”. La verdad es que estaba rico, pero ya no recuerdo qué era. Mi boca está ya confusa. Trato de no sugestionarme con la posibilidad de un rito chamánico. Vuelve a citar a Steiner: “Lo suyo es casi filosofía”. Sin el casi. Aquel erudito austríaco cerraba el círculo introduciendo a los animales. Raúl se vale del estiércol y de la paja podrida que un lugareño le sube para incorporarla al suelo. Bajo las balas hacen de las suyas las lombrices. Es el complejo arcillo-húmico, lo mejor de lo mejor en nutrientes y humedad. “La energía no se debe perder, desde el deshecho de una sandía al humus de lombriz”. Autóctonas y rojas de California en pleno trasvase de minerales. “Son trabajadores que no están en nómina”.

La clase termina con el cultivo en espiral, también con su carga magnética. Si en hilera es todo demasiado previsible, en círculo pasan cosas: corrientes centrípetas y asociaciones alelopáticas entre plantas para su mutuo beneficio. Tanta energía cósmica abre el apetito. De tomatillo verde mexicano, de perifollo, de tatsoi, de lima kaffir y lima caviar, de mastuerzo, de flor cosmos, de sopa de ortiga, de salvia, que en La Bien Aparecida –uno de los restaurantes de moda en Madrid– deshidratan en horno para hacerla crujiente.

En unos metros, cincuenta productos repartidos en un caos ordenado. “He llegado a tener doscientos anuales. La clave es la biodiversidad”. Huacatay andino. Tanaceto y matricaria, dos artemisas fortísimas. Ajenjo chino, “como chupachups Kojak de cola”. Absinthium, para hacer absenta, “amargo como el demonio”. Boca de dragón, el antirrhinum que se rellena con manga pastelera. El pápalo, parecido al cilantro. El amaranto, como la quinua. La monarda, una especie de orégano picante. El paico o epazote mexicano, con sus extrañas notas a gasolina. La mizuna, la mostaza japonesa. El chile cascabel.

Hiperlocalidad real del campo al plato

Su primer cliente fue Samy Alí, del restaurante Doppelgänger, cuando triunfaba en Madrid con La Candela Resto. Tras “jugar a las casitas”, llegarían otros pequeños grandes templos, como Nakeima, Bacira, Surtopía o TriCiClo, fruto del boca-oreja. “El ritmo tiene que ser poco a poco, sin grandes expectativas”. Y lo que era solo pimiento, tomate y berenjena para grupos de consumo, de repente se convirtió en una cartera de 32 restaurantes de alta gastronomía. Madrid forma el grueso, pero abarca también Illescas, con El Bohío y con los chicos de Clos; Peñafiel, con el estrellado Ambivium; o incluso Murcia, con Local de Ensayo y Barrigaverde.

Lo que era solo pimiento, tomate y berenjena para grupos de consumo, de repente se convirtió en una cartera de 32 restaurantes de alta gastronomía

Pero en ninguno se cierra el círculo como en La Bien Aparecida, donde Raúl encuentra la complicidad en los chefs José de Dios y Joaquín Rodríguez. “Joaquín ha estado dos o tres veces rascando la tierra y buscando la alcachofa, sabe lo que es vivirlo”, aclara Raúl durante nuestra obligada sesión en cocina, ya en Madrid. “José puede explicar el ritual de Bras”, nos cuenta ahora Joaquín, “con el Gargouillou, que es el plato icónico de esa casa. Despertarse a las seis y media de la mañana para ir a por flores es una liturgia”.

Ante nuestros ojos, Joaquín despliega el arsenal: mini remolachas, estragón y tagetes pátula en vinagre, hinojo, azafranillo mexicano, parietaria, caléndula… Asistimos a la preparación de su plato de berenjena con pesto de hierbas anisadas y café: “La textura amable, pero con un sabor neutro de la berenjena hace de soporte para que te encuentres el chincho o el huacatay”. La base de este (no) pesto sin albahaca es con hierbas, como perejil o perifollo. El resultado visual es un cuadro. El gustativo, una vuelta onírica a El Real de San Vicente. “Este aprendizaje es un regalo”, confiesa el chef. “La gente no sabe que la remolacha tiene hojas y que se comen”. Recuperar el contacto con los pequeños productores tiene una parte romántica, pero otra muy real.

Berenjena con (no) pesto, sin albahaca pero con hierbas –como perejil o perifollo– anisadas y café. Un plato elaborado por Joaquín Rodríguez, chef del famoso restaurante La Bien Aparecida en Madrid.

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