El confinamiento que todos sufrimos por la pandemia de la Covid-19 fue un punto de inflexión para este periodista chileno, afincado en Argentina. Cristian Alarcón (1970, Chile) siempre ha dado voz a los marginados, a los rebeldes y a quienes no querían seguir el canon establecido. Cronista y director de la revista Anfibia, siempre se ha dedicado a denunciar las injusticias sociales a través de la no ficción, pero con ‘El tercer paraíso’, novela ganadora del premio Alfaguara, ha pasado a la ficción literaria para relatar su pasado familiar y la historia reciente de su Chile natal. Todo ello narrado a través de la botánica, una afición que desarrolló durante el confinamiento y que es el nexo perfecto para escarbar en las propias raíces.
Gracias a esta novela te has hecho con el Premio Alfaguara, ¿sabes ya qué harás con los 154.000 euros de premio?
Primero sacar las cuentas de todos los impuestos que tengo que pagar —ríe—. Entonces, quedará una parte de esos flamantes 154.000 euros que, como en la medianía de la edad uno tiene unos objetivos, usaré para cumplirlos. Antes no llegaba con los números y apenas hubiera llegado a hacer la ampliación de mi pequeña cabaña de 30m² para que tenga un espacio para los amigos en una especie de falso container que pienso cruzarle arriba mirando a los árboles del campo. También fantaseo con la idea de un lugar en el sur de Chile, pero todo es muy caro y muy azaroso y no estoy para nada seguro. También me gustaría sentir una leve tranquilidad para poder seguir experimentando con la literatura sin estar angustiado por la mecánica a la que te somete la industria editorial que da adelantos muy pequeños a los autores noveles y tampoco estar condenado por una obligación de cumplir con el articulismo para sobrevivir.
¿Qué es lo mejor de ganar un premio así, el dinero?
No, lo monetario te juro por Dios que no. Nunca fui una persona acaudalada y soy hijo de una primera generación de pequeños empresarios que fueron antes campesinos y proletarios y, desde que comencé a trabajar como periodista ganando mucho o poco, jamás tuve un trauma con el dinero. He gastado como si fuera rico —ríe—, me he endeudado para ello y he pagado mis deudas. Lo mejor de ganar un premio así es estar con mi hijo en Madrid, poder estar en un lugar confortable, sentirme mimado por los amigos que no veía de hace bastante, ir a ver una obra de bio performance extraordinaria como la de Lola Arias, ‘Lengua madre’, y hablar con desconocidos sobre mi obra y mis obsesiones buscando lectores. Nunca tuve esta sensación de expansión que significa el Premio Alfaguara y, quizás, lo mejor del premio sea rozar la idea de transcendencia.
¿Escribir ‘El tercer paraíso’ ha sido tu pequeño refugio en los tiempos de confinamiento?
Más que un refugio, fue volver a hablar de lo cotidiano. Primero porque comenzó como un ensayo sobre el futuro después de la pandemia ya que era muy poco tiempo el que había transcurrido, recién los primeros muertos y luego porque el contacto de la naturaleza se convirtió en un refugio para muches. Un refugio de trabajo y de ocupación que no solo implica la contemplación sino una observación activa de la flora y el mundo animal y mineral con la relación de agua, tierra, luz y aire. Es decir, la comprensión de un mundo que no es más que el que habitamos pero donde nuestra condición metropolitana nos aleja para volvernos supervivientes de una era postindustrial que nos tiene en crisis de realización. En este sentido, la naturaleza se abrió con unas circunstancias aciagas como el ecocidio y una amenaza de fin de mundo que antes de la pandemia ya muchos empezábamos a sentir.
“Nuestra condición metropolitana nos aleja para volvernos supervivientes de una era postindustrial que nos tiene en crisis de realización”
¿La gente no es consciente de este ecocidio que vivimos?
Es paradójico. Quizás el tema más importante de las futuras décadas sea el de la crisis ambiental que nos va a poner contra las cuerdas y nos va a someter a padecimientos inimaginables porque, como la muerte, no podemos imaginar cómo va a ser nuestra vida con la sequía, con el calor extremo, con la inundación, las plagas… Sin embargo, pese a ello, no ocupa de ningún modo la centralidad de las agendas. De hecho, el problema que tienen quienes pelean por divulgar la importancia del ecocidio es justamente que hay un límite puesto por el límite del lenguaje, la negación de lo humano ante la inminencia de la destrucción es superior a la destrucción misma. Y no está nada mal que, desde la literatura, alguien pueda acercarse a una leve conciencia.
Eres un cronista muy apreciado en Argentina y tus otras novelas eran historias de no ficción. ¿Por qué eliges en esta novela la ficción para narrar algo tan humano y general como la desesperación de la pandemia?
Porque provengo del fracaso de dos libros de no ficción que me costaron sudor y lágrimas porque no los pude terminar por un cotidiano muy demandante, por la paternidad, soy padre soltero, y estar al frente de una redacción periodística. Por muchos motivos no pude terminarlo y esta procrastinación hizo un cambio absoluto en mi estrategia narrativa y necesitaba el desafío de una estructura completamente ajena al de la crónica latinoamericana. De hecho, fue doloroso dejar de usar las herramientas de un cronista para escribir una historia. Quizás, algún día haga un libro contando el backstage de esta novela que tuvo montones de historias increíbles y personajes que no aparecen en ningún lado.
“La negación de lo humano ante la inminencia de la destrucción es superior a la destrucción misma”
Huida y reconversión
A mediados de los años 70, tú y tu familia debisteis huir y refugiaros para escapar del terror de la dictadura de Pinochet. ¿Qué recuerdas de aquello y qué poso ha dejado en ti el hecho de ser un exiliado?
Escapamos más de las borracheras y la ganas de apostar a los caballos de mi padre que del terror pinochetista. Todo ello fue terrible. Primero, pasé por un resentimiento absoluto contra lo autoritario y las dictaduras y fui el joven más rebelde que pude ser. No fui todo lo rebelde que hubiera querido porque creo que siempre nos quedamos cortos. Y después pasé a una añoranza tristísima y una deificación sobre ese otro mundo perdido que es irreal y una sensación de incomodidad con aquello que estaba construyendo en otro país. Luego, fui deconstruyéndolo y me di cuenta de que si no dejas atrás esa ansiedad por la tierra perdida vas a ser un infeliz toda tu puta vida. El exilio, los golpes y lo superado me volvió tremendamente pragmático. Algunos dicen que es por mi condición Sagitario —ríe—. Estoy hecho para sobrevivir.
También durante estos años en los que se desarrolla tu orientación homosexual, tus padres te llevan a terapias de reconversión. ¿Cómo influyó esto en tu vida adulta y literatura?
Lo olvidé durante 40 y tantos años. Lo saqué completamente de mi cabeza y no pude llevarlo siquiera a mi terapia psicoanalítica ni apareció en mis experiencias chamánicas ni lo registré en el mundo de los sueños. Apareció hace apenas tres años cuando escribí el prólogo del libro ‘Cuerpos’, después de leer 15 relatos de escritoras sobre el cuerpo contemporáneo, en el que surgió una especie de poema en el que cuento mis recuerdos, por fin nítidos, sobre esas sesiones en las que me llevaban a un lugar oscuro debajo del puente de un río en la Patagonia para inocularme la testosterona. Mi madre me reconoció que fueron ocho dosis, aunque después se desdijo y dijo cuatro. Ahora deben sentirse culpables, o quizás no, sobre algo que hicieron desde el amor y la desesperación de tener un hijo diferente y muy femenino que les jodía la vida porque consideraban que iba a ser infeliz. Eso era lo que decían la mayoría de padres a las maricas de mi generación. En mi generación, de unos 50 años, tienes unos gais bastante traumaditos.
¿Hablaste con tus padres de todas esas terapias?
No y no sé si algún día la quiero tener. Yo los quiero como son y no tengo ningún tipo de resentimiento. Espero que comprendan que los que están en el texto no son ellos, sino que son otros y son creación mía. Espero que puedan respetar esa libertad que me he ganado sin que yo les reclame absolutamente nada.
“En mi generación, de unos 50 años, tienes unos gais bastante traumaditos”
¿Qué era lo más duro de ser homosexual en Latinoamérica en aquellos años?
En mi caso era el bullying, el golpe y la burla, viviendo en una situación en la que tienes que construir una masculinidad que no te habita ni sientes. Debes producir una performance de lo masculino para sobrevivir y ser menos atacado. Con el tiempo, refinas tus gustos y tu preferencia humana y te vinculas con la gente más sutil. A otros les habrá pasado por gordos, por indios, por tuertos, por ciegos, por sordos… todas las diferencias han producido castigo y esa maldad que surge del miedo de tener que compartir la diferencia. Esa construcción patriarcal de somos todos fuertes, somos todos dominantes.
También me comentabas que eres padre soltero. ¿Te has sentido juzgado en tu papel de padre?
No he experimentado ninguna situación de exclusión por mi condición de padre soltero. Me lo esperaba y no ocurrió. Todos los padres de los amigos de mi hijo han sido más que solidarios con mi soledad, acompañándome, ayudándome, llevando a sus niños a mi casa, permitiendo que yo lleve a mi niño a sus casas, organizando juntos los cumpleaños, turnándonos para los partidos de fútbol… pero estamos hablando de un cierto sector social en una ciudad progresista como es Buenos Aires que por más que sea gobernada por un partido de derecha, no deja de ser una ciudad democrática. Incluso hay como una condescendencia con el padre soltero, una especie de ternura que se abre de una admiración que no creo que merezca más que una mujer madre soltera que, además, se enfrenta a otras dificultades para conseguir trabajo, reconocimiento, etc.
En tus obras has dado voz a los marginados, los disidentes… ¿Te identificas con estas personas?
Eso me pasaba, pero hace muchos años. Hace unos 20 o 15 años cuando comencé a trabajar en el periodismo de investigación más inspirado en Rodolfo Walsh donde investigábamos escuadrones de la muerte y estaba metido con los pies en el barro, sometido al peligro de las amenazas de la maldita policía bonaerense, tenía una identificación. Pero ni el periodismo ni la literatura la identificación es una buena herramienta de trabajo. Eso ensucia y degrada cualquier tarea, incluso la de los defensores de los derechos humanos. He visto a mucha gente revolcarse en el dolor del otro y no ocuparse de lo propio.