Conoce la marca responsable de los emplatados más fotogénicos de la alta cocina

Dabiz Muñoz, Diego Guerrero, Ángel León, Pepe Solla, Marcos Morán, Paco Roncero… Ni un chef estrella se resiste a la vajilla exclusiva de VCA Hostelería, de Roberto Altarejos. Estuvimos con él y nos contó todos estos secretos.

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No pasa desapercibido. Es un hombre pegado a una barba y a unas gafas desmesuradas. Como un ZZ Top castizo que en lugar de al rock sureño más grasiento se dedica, con sus platos y vasos exquisitos, a limpiar de caspa la alta restauración española. Propietario de VCA Hostelería, Roberto Altarejos ha sido copartícipe de la última gran revolución de la gastronomía de autor en España, la que ha supuesto popularizar el sector y expandir su marca como nunca. Dabiz Muñoz, Diego Guerrero, Ángel León, Pepe Solla, Marcos Morán, Paco Roncero… Ni un chef estrella se le resiste para poner en valor sus creaciones en una vajilla exclusiva. Incluso los enfunda en sus delantales; hasta acabar siendo su confidente, un observador del arte culinario en la mesa de gala que él mismo ha vestido.

Roberto Altarejos forma, inspira y asesora a grandes chefs para sus restaurantes insignia.

Quedamos con Roberto en su fastuosa tienda de la calle Ayala, en Madrid. Quien entra por primera vez en VCA a duras penas podrá abarcarlo todo de un vistazo. Estanterías y estanterías repletas de jarras, platos, vasos y cubiertos pueden distraernos de su carácter único. Las piezas que definirán la nueva carta de Aponiente y platos customizados de Christian Lacroix que se remarcaron para Ángel León en azul cobalto; las cubiteras del Dspeakeasy de Diego Guerrero; el plato verde y dorado de la serie Amazonia que Carlos Portillo utiliza en Bistronómika para su ración de verdinas… “No hace falta que sea lujoso para que el plato esté bueno”, aclara Roberto, “lo importante es el contenido, las verdinas”. Pero a las cuatro semanas de que el restaurante luciera este plato, los clientes de Roberto ya se lo encargaban. Sin las verdinas, claro. Instagram y los caprichos veleidosos de la cocina. El ansia de exclusividad que hace que varios cocineros se puedan pelear por el mismo plato hondo, Roberto lo resuelve salomónicamente: que lo atesoren unos meses antes de abrir la mano al resto. “Esto lo hemos gestionado siempre muy bien. No puedes tener un negocio para vender tres docenas de platos que cuestan ocho euros. Necesitamos vender muchas más”. Pero no deja de ser un problema comercial, porque la competencia existe. Así, el diseño british de la colección Skull estrenará alguna apertura antes de que pueda servir de soporte a los legendarios callos de El Fogón de Trifón.

Empezó con mil y pico euros y ya ha formado un equipo cuya firma exportó, el año pasado, el 12% de su facturación. Mónaco, Panamá, Marruecos, Guinea Ecuatorial, Inglaterra… Hasta Japón o incluso vender en Lisboa piezas de la portuguesa Vista Alegre

Expansión de un rastreador pionero

Ya que estamos, nada mejor para conocer a fondo a Roberto Altarejos que compartir con él mantel en Trifón, el bistró más cañero de Madrid que, casualidad o no, opera justo enfrente de su tienda. “Motero, taurino, rockero, vividor… Es de los míos”, reconoce de su compadre, Trifón Jorge, con el que establece sinergia a ambos lados de la acera. Los chefs pasan por el showroom y luego cruzan a darse el festín, o viceversa.

Pero, quince años antes, Roberto abría su primer local en la calle Montesa. Un chiscón de 38 metros cuadrados sin almacén desde el que repartía las copas en un Smart. “Venía del sector textil, hacía mantelería para restaurantes. Llamé a un par de clientes para decirles que había montado mi propia empresa, se presentaron el mismo día a nuestra humilde exposición y me pagaron por adelantado. Era muy difícil, pero tuve la suerte de que la gente nos apoyara rápidamente”. De empezar con mil y pico euros a formar un equipo cuya firma exportó, el año pasado, el 12% de su facturación. Mónaco, Panamá, Marruecos, Guinea Ecuatorial, Inglaterra… Hasta Japón o incluso vender en Lisboa piezas de la portuguesa Vista Alegre, “posiblemente, la mejor fábrica de porcelana del mundo”, y la elegida por Coque, de los hermanos Sandoval, para casi toda su vajilla. Una jarra de agua puede ser una joya de 550 euros, pintada en oro a mano, con un grifo a modo de asa cuyo cuerpo en escorzo ha sido trabajado por separado y unido sin que se noten las juntas. “Me motiva mucho, me gustaría expandirme más”, confiesa antes de relatar uno de sus encargos más locos, el de un importante chef internacional que quiso que le llevara el pedido a un barco que fondeaba frente al Gran Premio de Montecarlo. El mismo que le dijo no conocer una tienda igual a la suya en todo el mundo.

Piezas de diseño muy orgánico. Normalmente, lo emplean cocineros de nueva generación como Laura López y José Fuentes en Kulto (Madrid).

Nos copian mucho. En el siglo XXI, diseñar no es rentable en una empresa como la nuestra. Entre Instagram y Amazon estamos perdidos

Mientras Roberto valora montar en el sótano un tallercito de porcelana, VCA no cuenta por ahora con manufactura. Se vale de la customización y de la participación en los diseños. Algunas marcas les piden opinión sobre prototipos antes de lanzarlos al mercado. Y hay platos que firman ciertos cocineros que, en realidad, han diseñado ellos. Viajan constantemente para traer lo diferente, desde los cuchillos japoneses más cotizados —nos enseña un intimidante maguro bōchō con empuñadura de cuerno de búfalo japonés y madera de tejo para ronquear atún— a un decantador soplado a mano en Barcelona y que solo él tiene, o a lo mejor una olla de piedra que sale de una cantera de Italia. También son expertos navegadores de la red, pues no todos sabrían de dónde tirar del hilo para dar con según qué mercancía, sobre todo si de Asia se trata, donde muchas webs no están traducidas ni al inglés. “También traemos cosas frikis, tenemos que ir un poco por delante”.

Una nueva vieja creatividad artesana

A Roberto le impresiona el detalle y goza con las historias que se ocultan detrás de los objetos. Nos acerca hasta el panel ornamental de azulejos que preside su local, y que lleva también la firma célebre de Vista Alegre, para observar cada hoja manipulada como plastilina y los pajaritos pintados a pincel. Muestra con pasión algunas cartas y menús confeccionados por un artesano que se dedica a restaurar libros antiguos y la que le encargaron de los Kennedy. Revela cómo aceptó diseñar su primer delantal, el de Diego Guerrero para la apertura de Dstage: “Me metí en el barro, se lo hice y el año pasado vendimos 1.200 delantales”. Pero la creatividad, como con la cocina que no tiene copyright, está expuesta al fusilamiento. “Nos copian mucho. En el siglo XXI, diseñar no es rentable en una empresa como la nuestra. Entre Instagram y Amazon estamos perdidos”.

Echa la vista atrás y se acuerda de un desconocido Dabiz Muñoz entrando en su tienda mientras montaba su primer restaurante. Alucina con la evolución de Mario Sandoval y su armonía visual. “Como con DiverXO, te gustarán los cerditos o no, pero es emocionante, tienes sensaciones que bordean lo peligroso. O con Diego Guerrero, que es el jefe del trampantojo y es imitadísimo”.

Minoyaki es el nombre de esta pieza traída de Japón. Son piezas fabricadas de manera tradicional por artesanos en la región de Mino, una zona alfarera desde el periodo tumulus (250 al 550 a.C). Lo utilizan, por ejemplo, en el restaurante Kabutokaji (Pozuelo de Alarcón).

Roberto se acuerda de un desconocido Dabiz Muñoz entrando en su tienda mientras montaba su primer restaurante. “Te gustarán los cerditos o no, pero en DiverXO tienes sensaciones que bordean lo peligroso”

Al final, el orgullo es haber sido capaz de cambiar el sistema, de Vista Alegre incluido. “Una fábrica de 200 años de historia, con un patrimonio incalculable, donde hay gente escuchando música clásica mientras pinta una perdiz pluma por pluma, debía vender en la alta hostelería, adelantarse al mercado y a las necesidades de la gastronomía. Ahí empezamos con nuestra filosofía de buscar cosas muy extrañas”. Queda atrás el vacío que Roberto detectó entre el lujo artesano antiguo y la mediocridad a la que quiso enfrentarse. Era la época de los gastrobares, de las croquetas servidas en freidoras y de las dichosas pizarras. “El modelo de empresas que se dedicaban a esto eran muy casposas, ferreteros que vendían platos blancos y mala cubertería”.

Hasta que algunos chefs empezaron a imaginar entornos distintos para emplatar. Y Roberto estuvo ahí, atento a la idea que la cocina contemporánea necesitaba. “Hemos sido pioneros en traer copas sopladas a mano en Hungría. Son materiales que tienen magia, como el vinilo frente a Spotify. Cuando alguien pide un buen vino no se lo vas a dar en un vaso de nocilla. Y si cobras 70 euros no puedes dar de comer en un orinal. Como con esta revista, el artículo no sabría igual en La Atalaya de los testigos de Jehová”.

Artículo original aparecido en el número 38 de Mine. Descarga la edición digital interactiva para iOS o Android o el PDF de #Mine38. 

Fotos: Eva Diapasón