“Esto lo hace un niño de cinco años”, es el comentario que más se oye en cualquier sala en la que haya cuadros más expresivos que estéticos. Obras firmadas por Picasso, Mondrian, Miró, Kandinsky y toda esa banda que jamás se disculpó por su osadía. Artistas que primero fueron niños. No solo su infancia les marcó, también el cómo les educaron. Amueblaron sus estanterías mentales según los criterios de novedosas y transgresoras pedagogías que les enseñaron cómo aprender a través del juego y la experiencia del “dibujo para todos”; todas ellas inspiradas en la obra ‘Émile’ de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). La idea no era crear artistas, sino personas creativas. Una suerte de corriente subterránea que, más adelante, descarriló en las vanguardias. Arte en el que los artistas regresaron a su plástica, sonora y colorida infancia.
El arte moderno le debe mucho a Heinrich Pestalozzi (1746-1827) y Friedrich Froebel (1782-1852). Estos educadores, conscientes de que iban a cambiar el mundo por medio de sus postulados pedagógicos, bebieron del ‘Émile’ de Rousseau. En ese libro, que transformó los métodos de enseñanza del siglo XIX, entre otras muchas ideas, el ilustrado suizo habla del dibujo como herramienta de conocimiento y depurador de la percepción. A través del dibujo se cambia el mundo. Los cubistas, dadaístas, fauvistas y demás istas así lo plasmaron en unas rebeldes obras en las que se expresaron por medio del lenguaje de las formas y los colores. Pestalozzi y Froebel exiliaron la disciplina y la memoria como método de enseñanza de los jardines de infancia y pusieron a los niños a jugar con el mundo. Lo hicieron dándoles espacio a su propia iniciativa y a su capacidad de observación. El programa educativo de Froebel estimuló el aprendizaje a través de juegos y ejercicios plásticos, acompañados de música y canciones.
Pestalozzi y Froebel exiliaron la disciplina y la memoria como método de enseñanza de los jardines de infancia
Froebel introdujo juguetes comerciales en las aulas con los que ya se entretenía la sociedad del XIX: cajas de construcción apilables, juegos de mosaicos, puzles, como el tangram, y el scrapbook. Estos dos últimos eran juegos globales que en ese siglo estaban patentados en Estados Unidos y Europa. El primero es un puzle chino, un juego que propone crear figuras y abstracciones imponiendo una nueva geometría constructiva. El segundo es el collage, un juego estético utilizado por pequeños y mayores. “Página a página podemos ver los estilos de las vanguardias que vendrían después”, nos cuenta Juan Bordes, escultor, arquitecto y coleccionista divulgativo, mientras nos muestra un cuaderno de recortes de la década de 1880 que compró en Londres y que estuvo expuesto en la exposición ‘El juego del arte. Pedagogía, arte y diseño’, en la Fundación Juan March de Madrid el año pasado.
Juguetes que hacen pensar
Lo que hizo Froebel con esos juguetes fue sistematizarlos y hacerlos más efectivos, además de rentables para los intereses de los fabricantes. De esta manera, su influencia pasó de las clases a las ciudades. En las grandes urbes, europeas y norteamericanas, la industria óptica fue un mercado capital. Algunos de los hallazgos difundidos por la ciencia se convirtieron en juguetes. Es el caso de los microscopios, con los que se pudo empezar a ver el mundo invisible, algo reflejado en la obra de Kandinsky. A los que hay que sumar diferentes versiones de una máquina de dibujar: Campylographe, Photoratiograph, Kukulograph o el Wondergraph. Los cromatropos, que tanto influyeron en el cine, sustituyeron al lápiz y al papel gracias al rayo de luz de la linterna mágica y la pantalla de proyección. También se fabricaron juguetes que visualizaban las vibraciones musicales, derivados del caleidoscopio y otros que popularizaron las teorías del color reconstruidas virtualmente con el giro de peonzas o ruedas.
En las grandes urbes, la industria óptica fue un mercado capital. Algunos de los hallazgos difundidos por la ciencia se convirtieron en juguetes, como los microscopios
Los juguetes educativos y creativos se convirtieron en un negocio y en un método de enseñanza. Los pequeños del XIX, al mismo tiempo que se divertían con locomotoras de madera, se estaban familiarizando con la maquinaria con la que les tocaría trabajar en el futuro. Una manera de estimular su creatividad para que la aplicasen cuando fueran adultos. La creatividad dejó de ser un coto privado de los artistas. En algunos casos, el elemento educativo no era el juguete, sino el material con el que estaba hecho. El arquitecto Bruno Taut diseñó unas figuras de diferentes formas de cristal y de colores –rojo, amarillo, verde, azul y transparente–, que advierten al niño que tiene que ser cuidadoso a la hora de guardarlas en su caja octogonal de madera tintada en negro. En esa misma línea, las figuras recortables que requieren el uso de tijeras hacen que el pequeño, poco a poco, aprenda a tomar precauciones y empiece a asumir riesgos. Son juguetes que, al final, encierran una estrategia.
Gracias a una infancia educada en criterios nuevos y transgresores, como lo fueron los métodos de enseñanza del dibujo, a principios del siglo XX fue posible producir un cambio radical en el arte. La ruptura con el modelo del cuerpo humano en favor de la abstracción geométrica se produjo un siglo antes de la que ocurrió con las vanguardias. Más que de una generación espontánea de artistas originales, hay que hablar de un calendario de antecedentes que demuestra que las fuentes más profundas del arte moderno se encuentran en los nuevos métodos de enseñanza del dibujo del XIX. Los niños de aquel siglo aprendieron que el dibujo no es solo pintar, sino que también es una actividad constructiva en el espacio.
El éxito de las propuestas heterodoxas y dispersas de las vanguardias fue convertir las ideas didácticas de las aulas del siglo XIX en ideas plásticas, fascinantes y trascendentes en el XX
El éxito de las propuestas heterodoxas y dispersas de las vanguardias fue convertir las ideas didácticas de las aulas del XIX en ideas plásticas, fascinantes y trascendentes en el XX. La infancia del XIX la vivieron muchos niños, pero no la recuperaron todos. “Volver a ser un niño es el gran trabajo del genio”, dice Bordes. A Picasso y a Miró, profesionales de la infancia, les costó toda una vida volver a ser niños. El tributo de las vanguardias a la educación fue un arte que sus autores hicieron para jugar. Un arte que solo entendieron y crearon niños de cinco años.
*Artículo original aparecido en el número 38 de Mine. Descarga la edición digital interactiva para iOS o Android o el PDF de #Mine38.